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martes, 13 de marzo de 2012

'Eva' y 'Ella', buen cine español

Voy escribiéndolo rápido antes de que me arrepienta: últimamente estoy viendo buen cine español. Ojo, no cine español-español guerracivilista y de comedieta chusca. No, ése no, el otro. Argumentos para sostener tal afirmación:

1. El visionado de Eva la semana pasada en el Teatre de Artà me insufló optimismo: Kike Maíllo es un cineasta ceremonioso, formalista y calibrado narrando una buena historia (la de Eva) que padece  algo de arritmia (la parte sentimental pesa demasiado) y con un envoltorio original y futurista que convence, como los primeros discos de U2. La película es gran cine sin paliativos. Universalismo ético y estético. La fábula de que la máquina inventada por el hombre -de una imperfección riesgosa para el resto de la humanidad- termina por rebelarse. Un Frankenstein revisitado.

2. Daniel Brühl es acaso el mejor actor del cine español. Uno de esos intérpretes que acaba haciéndole el casting al director. Marta Etura está por mona, y punto. Es sosa como la canción romántica, hortera y empobrecedora de toda la vida. Desafina en beneficio de Brühl.

3. Otra alegría, el cortometraje Ella del LADAT de la Universitat de les Illes Balears. Ni la nominación a los Goya ha servido para que proliferaran los artículos sobre esta gema reluciente de la animación. ¿Qué nos pasa con los productos culturales? ¿Por qué esa cortedad de vida?

4. Lo explico. Si tenemos en cuenta que consumimos metraje a tal velocidad que ni los neutrinos y que el mercado cinematrográfico es una merienda para pocos, está claro que cientos de cintas y cortos se guardan en la caja de las galletas para que no cojan polvo antes de lo previsto. Pero el problema es que hay demasiadas cajas de galletas y a veces poco apetito. ¿Qué pasa con el excedente? Millones de fotogramas, muchas veces estupendos, terminan apresuradamente en pendrives guardados en los cajones de filmotecas o archivos públicos. Muertos de risa. O de pena. Bien, no dejen de ver Ella (www.ellamovie.com) de Juan Montes de Oca. No ha llegado el momento de encerrarla en la despensa. Y no entiendo que no la estén proyectando cada dos por tres en la isla. En fin, en Mallorca siempre te tratan como a un perdedor o Un perfecto desconocido (también hay que verla), aunque haya pocas cajas de galletas.

5. Hay que ver Ella porque es un buen trabajo técnico que denota un gran dominio de los contrastes. También es un euforizante que asegura una porción de felicidad, alejada de la cursilería come-flores de Intocable. De la habitación de juegos colorida de Joel en el arranque de la historia, se pasa al crepúsculo, a las sombras, y a la senectud de otro personaje que entra en escena, un excantante afroamericano alcohólico. El decorado con los dos personajes principales le es familiar al palmesano de a pie: una muralla, parte de los contrafuertes de una Catedral, el sonido del mar, un pavimento muy característico. Es Palma (y no hago spoiler), el Parc de la Mar. Y es el Día de la Música.

6. Una versión de John Tirado de My girl de The Temptations es la piedra angular de Ella. La música es aquí un elemento de felicidad capaz de hacer el milagro del amor. Como en la comedia clásica hollywoodiense –tipo An affair to remember– el tema es la pareja, y en este caso las segundas oportunidades. Un reencuentro fortuito de dos personajes que de jóvenes se enamoraron en Nueva York. El final es un poco cine turístico, podríamos decir, pero gracioso. Es pleno, exacto, y a la vez parece obvio. Bien, no pasa nada por parecer obvio, lo mismo le sucede a Romeo y Julieta, ¿no?

7. La película del LADAT es la perfecta excusa para celebrar las canciones de aquella época. Recomiendo las de Sam Cooke (ilustrado en un cartel en una de las calles neoyorquinas), unas canciones, muchas de las suyas, que se deberían vender en farmacias. Subvencionadas por la Seguridad Social y nuestros céntimos sanitarios. Todo un antídoto contra esta enfermedad terminal llamada vida.

8. Conclusión: Españoles, el cine español-español ha muerto.

¿Qué hay de malo en ser retro?

En primer lugar, el agotamiento que provoca. Si bien es una boutade afirmar que la culpa es de la eterna y bochornosa serie de la primera Cuéntame cómo pasó -que no para de dar ideas-, no me digan que no están hartos de que lo retro lo impregne todo: Palma está llena de bares de decoración retro, de tiendas de ropa y muebles vintage, bicicletas vintage, coctelerías vintage o normativas de la ocupación pública vintage. Sólo nos falta la bobería de que podamos comernos una ensalada de pollo retro, u otras exageraciones de este jaez. Incluso los recién presentados y costosos uniformes de la policía local me resultan vintage. Cuando creíamos que en la isla estábamos salvados musicalmente de las garras de lo retro (con excepciones), los estupendos L. A. se nos acaban de presentar con el sencillo Over and over tras el exitazo de Heavenly Hell. No hay duda de que el cambio de estilo es considerable. A mí las alarmas me han saltado cuando mi amiga Laura ha sentenciado: “me resulta demasiado a la búsqueda de lo retro”. He vuelto a escuchar el tema y, horror, tiene razón, sobre todo en lo que respecta al videoclip que acompaña a esta canción, que pertenece a su nuevo e.p SLNT FLM. Ambas estamos de acuerdo. Sin embargo, a mí el sencillo me gusta considerablemente más que lo que han hecho anteriormente porque suena más pequeñito e introspectivo. Pero, sí, retro.

Pero volvamos a la pregunta del principio: ¿qué hay de malo en ser retro? Sonar retro, en el caso de L.A. ahora (y si somos estrictos, podríamos considerar que antes también, porque hacer rock noventero a secas también es mirar hacia atrás), implica una obviedad: es imposible hacer canciones importantes con ese sonido, importantes en el sentido de cambiar el devenir de la música, algo que no está para nada reñido con el hecho de que sea una excelente banda que hace buenas canciones impecablemente interpretadas. Por otra parte, que la industria opte ad nauseam por el revival para grupos tan jóvenes -en edad de romper con todo- como éste supone, por una parte, crear productos aparentemente novedosos, cuando en realidad no lo son, destinados a sofocar ciertas pulsiones que reclaman mantenerse al día. Las consecuencias de ello es que cada vez haya más personas que se van desenganchando temprano de la verdadera modernidad, y se convierten en consumidores de ítems de solvencia contrastada (como es L.A.), pero nada de aventuras raras de modernos. Qué duda cabe de que nos estamos abandonando a lo clásico con demasiado fervor. ¿Qué quiero decir con esto? Que lo retro contribuye al afianzamiento del status quo. Echen un vistazo al videoclip de L. A. y sabrán a lo que me refiero: blanco y negro, descapotable clásico que parece ensamblado en las antiguas cadenas de montaje de Henry Ford, un radiocasete pretérito, California, una chica, una guitarra y unas Wayfarer. Dios mío, estoy viendo a James Dean conduciendo un Cadillac. Un paraíso artificial que tiene poco que ver con el hoy y el ahora. A algunos ya les va bien tanto conservadurismo.

Por último, que en los postreros meses todas las aportaciones culturales más populares sean tan retro, como The Artist, La invención de Hugo, Mad men, Ella del LADAT o las canciones de Adele, llevan a que me pregunte: ¿es más complicado hoy en día formarse una identidad? En definitiva, no creo que sea sano que muchos creadores añoren un pasado que jamás vivieron y que los que sí lo vivieron no se cansen de contarlo. Porque al fin y al cabo, despreciar la modernidad mediante el enaltecimiento de lo retro no tiene ningún sentido. A pesar de lo dicho, me gusta L. A. y su fantástica Over and over. ¿Qué le vamos a hacer? Las cosas son así: cada cual termina escuchando lo que quiere. Sólo que es bueno saber y reconocer lo que uno escucha.

La escuela de Carlos Miró

Se ha partido el pecho en traer a la isla dos magníficas coreografías del Premio Nacional de Danza Ramón Oller, y se ha dejado los pies en los escenarios mallorquines con su estupenda compañía Puntiapart. Además, es un emprendedor privado desvinculado de las subvenciones, sistema de financiación en los últimos estertores por estos pagos. No me digan que no es el ejemplo perfecto de gestor cultural que tanto predican los políticos que debe existir, pero en el que finalmente no creen porque la cultura, digan lo que digan, se las trae al pairo.

El gestor cultural perfecto del que me lleno la boca se llama Carlos Miró. Y, como recompensa a toda esta trayectoria de esfuerzo y genio, le van a cerrar la escuela de danza que ha montado por su cuenta en Alaró por no tener licencia. ¿Y ahora dónde bailará Miró?

Como muy bien declaraba anteayer el bailarín, "aquí vale menos el talento y los estudios que te falte un papel administrativo o que tengas un amiguete bien colocado para que te enchufe". Cuántas veces le deben haber pedido a Carlos, "¿de parte de quién has dicho que vienes?" Porque si no vienes de parte de alguien, el pueblo de esta isla debe hacer carrera por su cuenta. Pues en ésas está Miró.

Más que una escuela, el local que dirige es un centro cultural, una nave con un miniauditorio que tiene las puertas abiertas de manera totalmente gratuita para que otras asociaciones puedan utilizarla. En esa nave, han sucedido ya un par de cosas maravillosas. En primer lugar, las clases de danza a niños y jóvenes del municipio, una oportunidad más para formarse en la comunidad autónoma española que lidera el abandono escolar prematuro. Mientras los implicados en el sistema educativo isleño se devanan los sesos para explicar unos resultados penosos en su conjunto, el mensaje que se sigue mandando a los jóvenes cerrando lugares como éste es: "pasa de estudiar y métete en algo que te dé pasta ya mismo". Miró no crea comisiones de análisis y estudio sobre dicho fracaso educativo como hace el conseller del ramo. Miró actúa. Algo casi penado en esta isla.

Dos: en ese local se han ensayado las piezas del Premio Nacional Ramón Oller y las del propio Carlos, quien abría el centro un mes antes de recibir el Escènica al mejor bailarín por Moja Bieda. Y, tres: también estuvieron allí mismo los actores de La Impaciència ensayando su tercera pieza, La marató, multipremiada también en la misma gala que lo fue Miró.

Si bien es cierto que el local no cuenta con licencia de actividades, un detalle que es lo que realmente preocupa a los gestores de mis impuestos, ¿por qué los mismos no vieron ningún problema en levantar en el Conservatorio de Palma una hilera de aulas prefabricadas que sí llegaron cargadas de irregularidades? Y no me estoy refiriendo a un lavabo para impedidos físicos (con todo el respeto, pero del todo innecesarios en una escuela de danza), sino a que en esas casitas de plástico legales y con todos los papeles en regla no había danzarín que no se diera con la cabeza en el techo. ¿Quién fue el listo que las construyó a tan baja altura?

En la escuela de Miró nadie se golpea los sesos, porque Carlos no tiene un cerebro enclenque. Si el bailarín no ha pedido la licencia de actividades no es porque no quiera, sino porque conseguirla cuesta mucho dinero. Un dinero que tendría en su haber si el Govern y el Consell le pagaran los 8.000 euros que le adeudan por los espectáculos realizados. Si las administraciones le hubieran desembolsado sus honorarios, probablemente no estaríamos escribiendo este artículo.

Si valoramos el bien que hace el bailarín por la comunidad y el pueblo de Alaró, ¿no podría llegar el consistorio a un acuerdo con el coreógrafo mallorquín para mantener abierta la escuela? Que dejen a Carlos Miró hacer carrera por su cuenta, porque él no viene de parte de nadie.